CONVOCACIÓN DEL SILENCIO

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Buscar en las piedras, en los reflejos del agua, en los pétalos ajados lo que queda del silencio, como si fuese un resto pequeño, las huellas apenas escritas de algún pájaro bajado del aire, perdido, desorientado. Buscar con el afán de un entomólogo a la caza del lepidóptero más bello, más raro: ese que vuela sin ruido, que es silencio alado, belleza del color libre casi disuelto en el aire de la mañana.

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Algo pesa en las nubes, en las cimas de los cipreses, en las sombras, sobre los nombres escritos en el mármol; algo que, pesando, se eleva mientras cae; como un vilano escribe transparencias, traza caminos no hollados, inventa paralelas que no son. Sube y cae al mismo tiempo, desmintiendo la gravedad a la vez que la afirma: contradicción de la poética de lo que escapa de la raíz para hacerse levedad infinita.

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Y ahí está el ojo atento, el oído atento al vacío, el oído que escucha músicas en cualquier rincón de las ramas, en cualquier piar de los pájaros ocultos. Y luego callan (los pájaros) y vuelve el silencio, otra vez y cae y se queda anclado en los nombres que fueron, en las historias pequeñas de las pequeñas vidas irrepetibles. En esos silencios únicos que cada vida construye cuando se extingue.

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Encontrar ecos de palabras que se dijeron, fósiles de algún suspiro.

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Encontrar el sonido de las campanas que se pierde y llega herido de ese silencio a punto de desaparecer, escamoteado en la bóveda azul de la mañana.

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Buscar el silencio para que nos hurgue y nos señale y nos haga sentir lo que realmente somos: la vibración transparente que en el río deja un pez que huye, el reflejo que late en las algas que ese pez mueve a su paso. Ese reflejo, esa nada.