Layna Fernández
Alma peregrina
Despertar cada mañana con el canto de un gallo en el Valle de Viñales, es un sueño para alguien que vive en una ciudad como Madrid. Llenarme las botas de barro recorriendo los caminos de los campos de tabaco y yuca, conversar horas y horas con los guajiros, ir de camión en camión y cruzar la isla hasta llegar a Baracoa, sin saber si llegaremos o si tendremos que cambiar los planes, pero nada de eso importa. Lo que importa es el camino, es quien se cruza en él.
Unos niños que van a la escuela nos hablan de sus sueños, nos preguntan por España, un nuevo amigo que nos indica donde esperar el siguiente carro y en qué pueblo encontraremos las fiestas locales, unos muchachos que nos invitan a unos tragos y a unos chicharrones para celebrar un cumpleaños. Eso es Cuba, su gente.
En Cuba he podido ser testigo de las historias que viven sus habitantes en esas calles a veces coloridas y vivas y a veces decadentes y olvidadas. He observado las costumbres, la lucha diaria por trabajar, por sacar de aquí o allá una mejora que vaya salvando el día a día. He conocido historias que podrían ser la tuya o la mía, porque no somos tan diferentes como unos pocos creen, son más las cosas que nos unen que las que nos separan, y el color del pasaporte no sirve más que para alimentar el odio de esos pocos que marcan las fronteras.
El cálido pueblo cubano, un pueblo que siempre acoge a sus visitantes, que tiende su mano sin rencores, que no entiende de banderas ni colores. Un pueblo unido por el amor a una patria y por una sonrisa que, sin duda, marca la identidad de una población que bien merece todos los homenajes que locales y extranjeros puedan dedicarle.
Cuba, sigo soñando con volver a despertar junto a ti, oyendo el canto del gallo. Mientras tanto, atravieso –dormida y despierta– esos campos eternos de tabaco y yuca, de yuca y trabajo, de tradición y barro luminoso.